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HISTORIA DE FELIX


Toponimos antiguos de Felix

Dos escritores del siglo XI, el dalieño al_Udrí y el zirí Abd Allah, rey de Granada, citan un topónimo de difícil identificación. Sant Afliy según el Udrí, que lo cita como cabeza de un término comunal agrícola y ganadero, con una fortaleza que perteneció a su bisabuelo Zugayba. Sant Aflay según Abd Allah, que dice que en su época perteneció al rey almeriense Almotacín y era necesario para la defensa de Almería. Podría identificarse con Felix por el parecido: San Felix-Felix y porque Sant Afliy fue un castillo del udrí Zugayba, el señor árabe de la Baja Alpujarra oriental en la segunda mital del siglo VIII, que dominaba desde Escariantes hasta el extremo de la Sierra de Gador. Este tomónimo, hispanocristiano sin duda, nos descubre la población mozárabe de esta subcomarca. Los documentos y escritores del siglo XVI transcriben Felix con algunas diferencias, entre las más destacadas son la de Farda de 1514 que da Filax, la de Mármol que lo llama Filix y la de Pérez de Hita que lo llama Fenix. También pueden ser errores de copia. 

El Udrí menciona como fortaleza y centro administrativo de un distrito comunal a Sant Afliy, topónimo que nos descubre una comarca habitada por mozárabes. Sant Afliy es Felix. Con Enix y Vícar, los dos topónimos hispanoromanos, formaba una subcomarca comprendida entre la costa, Cerrillos-Roquetas y la cima de la sierra de Gádor, y entre la divisoria romana de la Bética y la Tarraconense, que sube de Punta Entina-Cerrillos por la Mojonera a la Sierra y las estribaciones almerienses de la dicha sierra de Gador...


HISTORIA DE LA BAJA ALPUJARRA
J.A. TAPIA


REBELIÓN DE LOS MORISCOS EN FELIX

Relato de la histórica Batalla de Felix, de la rebelión de los moriscos, contada por dos testigos excepcionales: Ginés Pérez de Hita y Luis de Mérmol y Carvajal.

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GINÉS PÉREZ DE HITA
GUERRAS CIVILES DE GRANADA
En que se pone una batalla que el marqués
de Vélez tuvo con los moros de Félix, la
más cruda que se dio en las Alpujarras,
con lo que más pasó
………………………………………………………….; y
ahora referiremos la que el marqués de Vélez dio en Félix,
que fue sobre modo sangrienta.

Ya dijimos cómo el valeroso Fajardo, más bravo que
Rodamonte, dio la batalla en Guecija; y desbaratados los
moros fue saqueado el lugar, y las moras que allí había
llevadas a las tierras del Marqués para que estuviesen
seguras. Díjose también que esto causó en su campo
grande enojo, y que todos los soldados juraron no dejar de
allí adelante cosa a vida que a sus manos viniese, atento a
que el Marqués no les daba aquella rica parte de la
cabalgada de Guecija, después de haber visto las grandes
crueldades que hicieron los moros en aquel rico convento
de la Orden del glorioso doctor San Agustín, cuyos pobres
frailes fueron todos degollados, y echados en una balsa de
aceite, el convento quemado y asolado, y los altares y
santos hechos mil piezas.

Estando en esto el Marqués, le vino nueva de cómo en
Félix se habían juntado muchas escuadras moriscas, no
mal armadas, y que aguardaban para dar la batalla.
Entendido esto, mandó al punto que se levantase el campo,
y siendo cerca del anochecer tomó la vuelta de Félix para
que los espías que le observaban de la sierra no viesen
adónde marchaba. A esta sazón se encontró con don
García, capitán de Almería, que venía de Félix, no
habiendo osado acometer a tanta morisma como la que
estaba allí junta. No hizo esto fuerza al Marqués, y
pasando adelante fue a hacer noche en un campo llano
donde había un aljibe lleno de agua, y junto a él hallaron
un moro muerto, y algunos reconocieron ser alguacil de
aquellos lugares.

Era cosa de ver las lumbres que allí el campo puso, y
parecían infinitas; pero no tardó en sobrevenir una
tempestad de agua y viento tan recio, que no dejó una
viva. Por esta causa pasó allí el campo mucho trabajo
aquella noche, especialmente los soldados que no tenían
mas que los arcabuces para cobijarse; y a la mañana
siguiente, habiendo amanecido muy hermoso día, mandó
luego el Marqués que se diera a los soldados bastante
munición de pólvora para escaramucear seis o más horas,
después de lo cual se puso el campo en orden muy
gallardamente.

Este día era víspera del glorioso San Sebastián, cuyo
nombre tomó todo el campo para los efectos que iba a
obrar; y parecía tan bien con el resplandor que al sol
despedían las armas, que era cosa maravillosa. Lorca
llevaba la vanguardia; Caravaca la batalla; Totana,
Cehegín y los demás lugares la retaguardia. En este día
llevaba el pendón del Marqués un hijodalgo de Caravaca
llamado Alvaro de Moya, porque don Rodrigo de
Benavides, su alférez, estaba indispuesto: este Benavides
era un caballero, deudo muy cercano del señor de
Jabalquinto, junto de Linares. El pendón del Marqués era
de damasco rojo, con flecos de oro y plata, y el gallardete
de dos puntas, más bien grande que pequeño; por las orlas
se veían unas letras plateadas, que eran M latinas
enlazadas con O, también blancas, y en medio de las dos
partes llevaba unos penachos, queriendo todo ello decir,
Memoria de mis penas: cifra, si galana, oscura. Della usó el
Marqués después de la muerte de su esposa doña Leonor
de Córdoba y Silva, hija del conde de Cabra, a quien el
Marqués amó en tan alto grado, que jamás quiso volverse
a casar, como varón cuerdo y discretísimo.


Puesto el campo en marcha llegó muy cerca de Félix, y
mandó el Marqués tomar allí un cerro alto antes que los
moros le ocupasen para su defensa. Desde este cerro no
sólo se descubría muy bien el lugar, sino que además casi
toda la costa de Almería y el llano de Dalias. Enterado el
Marqués de la situación de Félix, y del punto por donde
más fácilmente podría entrarle, mandó bajar del cerro al
ejército, y que rodease la llanura en que el pueblo estaba
sentado. Hízose así con mucha brevedad, y llegando abajo
la vanguardia, encontró un batallón cuantioso de moros
que estaba junto al lugar aguardando para dar batalla.
Alargáronse más de lo que se debía en semejante ocasión,
y en las primeras cuatro filas iba casualmente un soldado
llamado Francisco Sánchez, hermano de aquel Miguel
Sánchez, clérigo, que martirizaron allí las moras con
navajas, como ya dijimos al principio. Con este Sánchez
iban más de veinte entre primos hermanos y deudos
suyos; y acordándose de la injuria que se había hecho allí a
su hermano, lleno de interno dolor dijo a sus deudos:

—Ahora es tiempo que estos perros paguen la muerte
de mi querido Miguel, a quien con tanta crueldad hicieron
pedazos.

Diciendo esto, encaró el arcabuz al escuadrón morisco,
y disparó; los demás parientes suyos hicieron lo mismo, y
saliendo sin orden de las hileras, acometieron con deseo de
la venganza, diciendo: Santiago y a ellos.

Visto esto por toda la gente de la vanguardia, y
creyendo que se hacía así de orden de su general, sin más
reflexión arremetieron a las moriscas banderas. Por la
presteza que llevaba el escuadrón cristiano, los moros no
pudieron dar más de una carga; y en vista del gran
poderío que venía sobre ellos, no aguardaron más en aquel
paso, y principiaron a retirarse con toda priesa. Tomaron
un cerrillo que estaba junto del lugar, donde había una
pequeña torre, pensando allí hacer resistencia.


Como vio el Marqués que la vanguardia sin su orden
había acometido y dado Santiago, lleno de ira mortal por
tanto desconcierto, brama como un león, y dando grandes
voces pica con furia a Bayarte, y atraviesa velozmente
como un rayo, haciendo temblar la tierra hasta llegar a la
vanguardia, con ánimo de alancear a los capitanes; mas
andaba ya la gente tan revuelta una con otra, que no pudo
ejecutar su saña; el ruido era inmenso, tanto de la gritería
de los combatientes como del sonido de las trompetas y
cajas, y parecía que se hundían los cielos, o que se venían
abajo las más altas y empinadas sierras.

Viendo pues el Marqués que aquella gente bisoña
andaba tan revuelta y sin orden, y que no podía poner
remedio, miró por qué parte huían los moros en mayor
número hacia el mar, y por ella guió su caballo, y dando
con ellos prestamente, comenzó a desahogar su ardiente
cólera matando y alanceando a muchos. La caballería, en
vista de que el Marqués pasaba adelante tras de los moros,
y que en persona obraba maravillas, le siguió a toda priesa,
matando e hiriendo a cuantos pudo. Los moros
amedrentados de la furia de los caballos se dividieron en
tres partes: unos tornaron la vuelta del mar, y éstos
acabaron todos a manos de la caballería y de alguna
infantería que la siguió; otros se dirigieron por unas
ramblas abajo la vuelta de la sierra, y por allí escaparon en
gran número; la otra parte tomó el cerrillo de que tenemos
hablado, y desde allí principiaron a pelear como valientes,
habiendo entre ellos muchas mujeres que mostraban en
vano varoniles pechos, tirando peñas y losas a los
cristianos para impedir que subieran la cuesta. Mas muy
poco valió toda su resistencia, porque el endiablado
escuadrón de Lorca parecía subir volando por ella arriba
con furia infernal, y mataba o hería tan cruelmente a todos
los que se le ponían delante, que cada uno de sus soldados
parecía un ardiente rayo.

Atemorizadas las moras de ver aquel estrago y de que a
nadie se daba cuartel, no osando aguardar el golpe último,
puestas a la orilla de un tajo de peñas muy altas que
miraba al mar, se abrazaban unas con otras, y llorando y
gritando dolorosamente se derrumbaban abajo, llegando al
hondo hechas mil pedazos. Otras cuitadas, sin resolución
para dar tan peligroso salto, confiando en la misericordia
cristiana, hacían cruces con palitos, e hincadas de rodillas,
temblando y llorando decían: A mí cristiana, señor, a mí
cristiana; pero el diabólico escuadrón no usaba de la piedad
que aquellas pobres mujeres esperaban, antes las hacían
pedazos o las echaban por las peñas abajo: crueldad
terrible, nunca vista en la española nación, e indigna de
pechos cristianos. ¿Qué furia infernal te incitaba a tanta
ferocidad? Contra los moros y enemigos de la fe, nada
digo; pero llevar con tanto rigor por el filo de las armas a
las sencillas mujeres, gran crueldad era por cierto. ¿Qué
culpa tenía el niño recién nacido, ni el de un año, de dos, o
de más hasta doce, para que todos con insano furor fueran
hechos pedazos o estrellados contra las duras peñas? Y las
tiernas y desdichadas doncellas ¿qué delitos habían
cometido para no mirarlas con misericordia? He dicho que
las furias infernales militaban en este campo, y no podía
ser menos al ver tanta atrocidad; la soldadesca que andaba
suelta por el lugar cometió crueldades inauditas y que la
pluma se resiste a transcribir.


Después de robadas las casas, mataban y hacían
pedazos a todo viviente, sin exceptuar a los gatos y perros.
Ciertamente bien vengada fue la muerte del clérigo Miguel
Sánchez, pues en menos de dos horas fueron muertas más
de seis mil personas entre hombres y mujeres; y de niños,
desde uno hasta diez años, había más de dos mil
degollados.

Yo vi por mis ojos la cosa más atroz que jamás habían
visto las gentes: a una morisca muerta de más de diez
estocadas crueles en un bancal junto del lugar, y alrededor
della seis hijos varones y hembras, muertos también, y con
quienes ella salía huyendo por salvar la vida; mas allí la
alcanzaron, la asesinaron y degollaron a sus hijos. La
mezquina, por favorecer a un niño de pecho que llevaba en
los brazos, se puso boca abajo, y en esta postura la
mataron, tirándole también algunos golpes al tierno
infante; pero Dios quiso librarle de aquella crueldad, pues
aunque las armas traspasaron las mantillas, no le tocaron a
la carne; y como estaba bañado en la sangre que con tanta
abundancia vertía la cuitada madre, todos los soldados
que pasaban por allí, pensando que estaba herido, le
dejaban. La mora, revolcándose con las ansias de la
muerte, se quedó boca arriba, y el niño arrastrando como
pudo se llegó a ella, y movido del deseo de mamar, se asió
de los pechos de la madre, sacando leche mezclada con la
sangre de las heridas. Quiso su buena o mala fortuna que
en aquella sazón pasara yo por allí, y mirando con horror
aquel terrible espectáculo, movido de piedad, y estando
para anochecer, tomé el niño en los brazos, y le llevé al
lugar, yendo en busca de mis camaradas que encontré bien
alojados. Había entre ellos hombres muy honrados, llenos
de virtud y misericordia, que habían amparado a muchas
moriscas, queriendo Dios librarlas así de aquel cruel asalto,
y una dellas que criaba tomó el niño y se hizo cargo dél.

No faltaron otros soldados nobles y piadosos que
ampararon a otras muchas mujeres. Yo por mi parte digo,
que salvé más de veinte, las cuales juntas con las que
salvaron los demás harían el número de doscientas moras.

Este fin tuvo aquella sangrienta batalla en dicho día; y
al otro, que era el de San Sebastián, salió mucha gente para
reconocer el campo, y de allí se trajeron abundantes
despojos de la gente muerta, de ropas, collares, zarcillos,
manillas, armas y otras cosas. Todos volvían espantados
de ver su propia crueldad, y tanto muerto, que causaba
grandísima compasión.

A este tiempo llegó a Félix la gente de Murcia, no
habiendo podido llegar antes, y con ella se holgó mucho el
Marqués. No había éste olvidado el desorden que el día
antes movió la vanguardia, y mandando llamar a los
capitanes reprehendió aquel desatino y los trató
ásperamente de palabra: ellos dieron su justo descargo, y
tomados informes por el Marqués, se halló que el más
culpado de todos era un soldado de Lorca llamado
Palomares, al cual mandó prender y ahorcar. Visto esto
por la gente de Lorca, que serían más de tres mil hombres,
valientes y bien armados, se trató de no consentir que se
ahorcase a Palomares, o de morir todos en la demanda,
para lo cual se juntaron en una parte del campo. Los
capitanes de Lorca, al ver próximo a estallar un motín tan
grande, y deseosos de que no se descubriese el fatal intento
de tanta gente, resolvieron hablar al Marqués y ablandarle
para que no ahorcara a Palomares, atento a que era
hombre honrado, buen militar y muy bien emparentado en
Lorca; y así, que del hecho podría resultar algún crecido
escándalo. Mas enojado el Marqués que estaba antes de
estas amonestaciones, dijo que por ningún título dejaría de
ahorcar a Palomares, y si fuese menester a todo el tercio de
los de Lorca. En vano intercedieron a favor del reo los
capitanes y caballeros de Murcia, porque el Marqués,
pertinaz en su propósito, mandó que la sentencia se
pusiese al instante en ejecución.

Al llegar este caso, los de Lorca, puestos sobre las
armas, principiaron a alzarse con gran grita, diciendo que
no se había de ahorcar a Palomares, si no se quería que
todo el campo se perdiese. Don Diego Mateo de Guevara,
regidor de Lorca, padre del capitán Juan Mateo de
Guevara, noble muy estimado y tenido en mucho por su
valor, acompañado de don Juan Pacheco, capitán de la
caballería de Murcia, y de otros caballeros principales, se
fue con toda priesa a la posada del Marqués, el cual había
mandado que a nadie se diera entrada; pero como don
Juan era hombre tan principal y distinguido, en llegando, a
pesar de los porteros y de la guardia, entró en el aposento
donde estaba el Marqués y le suplicó encarecidamente que
aquel negocio no pasara adelante, porque todo el tercio de
Lorca estaba empeñado en defender a Palomares, y de su
ejecución podría resultar grandísimo daño en el real.
Viendo Diego Mateo de Guevara que las palabras de don
Juan no ablandaban al Marqués, le habló desta suerte,
poniendo en peligro su propia vida.

—No dejo de conocer, excelentísimo señor, que la
justicia es buena en todas partes, y más necesaria en la
guerra; porque si en tales casos no se ejecutase, muy
fácilmente vendría a perderse un crecido campo. Así, digo
que la culpa hallada en Palomares es digna de castigo; mas
vuestra excelencia considere que la razón estaba de parte
del reo y de los demás deudos y amigos, moviendo los
ánimos a cruda venganza del pariente que fue hecho
pedazos en Félix; y como gente bisoña, no advertida del
castigo que de su atrevimiento le podría venir,
descompuso la escuadra de sus capitanes. Atento a esto, y
a que el pueblo estaba muy poblado y fortalecido de
enemigos crueles de nuestra santa fe católica, me parece,
salvo mejor dictamen, que no se debiera ejecutar la justicia
en Palomares con el rigor que manda vuestra excelencia; y
adviértase que para los yerros impensados y sin malicia
hechos hay siempre llana misericordia en los generales y
maestres de campo. Ciertamente Palomares no erró de
malicia, sino que obró con los demás de su bando, como
gente indisciplinada en el arte militar; pues si fuera un
soldado de muchos años de servicio, y que sabiendo las
leyes de la milicia cometiera un yerro semejante, sería
digno de riguroso castigo; y aun para con un soldado tal se
ha de extender la misericordia de un capitán generoso.
Éste ha de hacer cuenta de no perder sin mucha necesidad
ningún soldado de su campo; porque si los enemigos le
matan uno y él ahorca a otro, ya le faltan dos soldados que
pudieran servir bajo de sus banderas gloriosamente en otra
ocasión. Bien sabe vuestra excelencia que el emperador
Carlos V, nuestro señor, de gloriosa memoria, bajo de
cuyas banderas militó muchos años, usaba siempre deste
buen término con los suyos; y así fue de la gente española
tan amado como vuestra excelencia sabe y todos sabemos:
en los generales y capitanes más ha de campear la
misericordia que la justicia. Traiga vuestra excelencia a la
memoria aquel hecho del magno Alejandro, que habiendo
caído un soldado en falta tal como la de sentarse en su real
silla y quedarse allí dormido, cuando llegó allá y encontró
ocupado el puesto, los capitanes y caballeros que le
acompañaban iban a echar mano del dormido para
prenderle o matarle; pero Alejandro los contuvo diciendo:
Dejadle dormir, que otra vez velará para guardar mi persona, y
el buen soldado no merece tan mal galardón. Éste por su largo
velar en mi servicio, vino a dormirse, y por cierto que no pudo
hallar mejor cama que mi silla; puede que otra vez vele sobre los
filos de su misma espada sirviendo a mi corona. Estas
expresiones fueron dignas de un rey generoso y tan buen
general como Alejandro; y así, señor excelentísimo, pues
en vos reside no menos generosidad y valor de ánimo,
según tenemos visto y experimentado, usad de igual
indulgencia con Palomares. Su yerro fue grande; mas
considerando la inocencia del pecador, y que yendo la
guerra adelante, él y sus deudos podrían servir a vuestra
excelencia y darle gusto en otra ocasión, perdónesele. Si
Palomares no lo merece, sus padres y abuelos lo tienen
bien merecido sirviendo a vuestra excelencia y a sus
antepasados; y si sus padres y abuelos tampoco lo
merecieron, baste haberlo suplicado el señor don Juan
Pacheco; y si sus ruegos no alcanzan, merézcalo Lorca, de
donde es hijo Palomares, por cuyos servicios la casa de
vuestra excelencia está puesta en el cuerno de la luna, con
todo el lustre que ahora tiene. Y si en Murcia y su reino
hubo adelantados del linaje de vuestra excelencia, Lorca
fue siempre parte para que los hubiese; y si los varones
ilustres de la casa de vuestra excelencia vencieron veinte y
dos batallas de moros, y ganaron setenta y dos villas y
castillos fuertes, que pusieron bajo las reales coronas de
Castilla y León, los de Lorca tuvieron mucha parte para
que aquéllos lo pudiesen hacer; y si ilustración y
resplandor ha tenido y tiene la casa vuestra excelencia,
Lorca ha sido la causa. Por tanto, a vuestra excelencia
suplico que Palomares, hijodalgo de Lorca, no pase por esa
muerte contra él pronunciada; advirtiendo al mismo
tiempo que hay tres mil hombres paisanos suyos puestos
sobre las armas y decididos a perder la vida por salvarle.
Vea pues vuestra excelencia lo que determina en este caso,
y a mí por haber osado entrar en tan largo parlamento,
mande vuestra excelencia que se me aplique el castigo que
guste, pues mis servicios y los de mis padres hechos a la
casa de vuestra excelencia merecen que se me dé.


Aquí dio fin a su razonamiento el buen Diego Mateo de
Guevara, y después don Juan Pacheco, Alonso Gualtero,
Nofre Ruiz, Andrés Mora, sargento mayor; don Rodrigo
de Benavides, alférez del estandarte del Marqués, y otros
caballeros y capitanes de Murcia y Lorca hicieron tanto,
que al fin el Marqués perdonó a Palomares.

Luego que se supo esta nueva hubo gran contento y
regocijo en todo el real, y a esta misma sazón llegó una
buena compañía de Lorca, compuesta de cuatrocientos
soldados, bien armados todos, y cuyo valeroso capitán se
llamaba Juan Mateo Rendón de Luna, hombre hidalgo y
distinguido. Dieron noticia del arribo desta compañía al
Marqués, quien se holgó mucho saliendo a ver la gente a la
puerta de su posada, y observando que venía equipada tan
bien. Su excelencia, que estuvo allí algunos días
aguardando cierta orden del Rey, mandó que se llevaran a
la iglesia las moras para repartirlas entre los capitanes y
soldados; y hecho esto así fueron llevadas luego a los
Vélez, a Lorca y a otras partes. Mas porque ya nos
aguardan el reyecillo y el marqués de Mondéjar, daremos
fin a este capítulo diciendo primero el romance relativo a
lo pasado.

El campo del buen marqués,
que Fajardo se decía,
parte de Guecija en orden
ya después de mediodía.
Concertadamente marchan
de cinco en cinco las filas,
y allá al ponerse del sol
encuentran con don García,
que volvía ya de Félix,
y ver su gran morería,
dándole aviso al Marqués,
y de cómo se volvía
sin osar acometer
a las moriscas cuadrillas.
El Marqués pasa adelante;
despídese de García,
hizo el campo en la campaña
alto en esta noche fría.
Un agua viento le coge
con mucha nieve esparcida,
que le pone en gran trabajo
y muy crecida fatiga;
mas rompiendo el alba clara
muy bello se muestra el día.
Manda el Marqués que se dé
munición muy bien cumplida
de pólvora al campo todo
para tres o cuatro días.
A Félix el campo parte
con placer y gallardía;
Lorca lleva la vanguardia,
Murcia de batalla iba,
Cehegín y Caravaca
la retaguardia regían.
El campo a Félix descubre
desde un monte que allí había;
manda el Marqués que descienda
el campo de aquella cima,
y que se ponga en lo llano
así marchando como iba.
Mas bien cerca del lugar
un grande escuadrón había
de aquella morisma gente
que con valor insistía,
aguardando la batalla
que el Marqués darles quería.
La vanguardia los embiste
antes que el Marqués lo diga,
y los moriscos descargan
toda su arcabucería;
no cargan segunda vez,
porque la gente se anima
de aquel escuadrón cristiano,
y ataca con gallardía.
Los moros que ven tal campo
y tanta caballería,
al lugar se retiraron
por encontrar mejoría.
Apretaron los cristianos,
y Santiago apellidan;
los moros dan a huir
cada uno cual más podía;
otros tomaron un cerro
que junto al lugar había,
y otros tomaban la sierra
que de Gádor se decía;
otros van hacia la mar
por una derecha vía.
El Marqués que aquello vido
a su buen caballo pica,
y por los moros se mete
con gran valor y osadía:
Los de a caballo le siguen,
y todos van a porfía
matando moros y moras
que se iban a la marina.
Todo el lugar se saquea,
no dejan persona a vida,
y tanta es la crueldad
de las cristianas cuadrillas,
que más de ocho mil fenecen
de la canalla morisca,
entre niños y mujeres,
que el verlos es gran mancilla;
sin otra gente de guerra
que murió en aqueste día.

GINÉS PÉREZ DE HITA
GUERRAS CIVILES DE GRANADA



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LUIS DE MARMOL Y CARVAJAL
HISTORIA DE LA REBELIÓN Y CASTIGO DE LOS MORISCOS DEL REINO DE GRANADA
Capítulo XXII
De la entrada que el marqués de los Vélez hizo estos días contra los moros de Fílix

Estuvo el marqués de los Vélez cinco días en Guécija, después de haber desbaratado al Gorri, sin determinarse hacia donde iría. Dábale priesa el licenciado Molina de Mosquera desde la Calahorra que fuese al marquesado del Cenete, porque sería de mucha importancia su ida para la seguridad de toda aquella tierra. Decíanle las espías que los moros tenían dos cuerpos de gente, uno en Andarax y otro en Fílix, y deseaba ir a deshacerlos; y a 18 días del mes de enero, martes, el mesmo día que el marqués de Mondéjar fue a Juviles, partió con su campo de aquel alojamiento, y aquella noche fue a dormir en lo alto de la sierra de Gádor, casi a la mitad del camino de Fílix, para dar el miércoles, víspera de San Sebastián, sobre él. La nueva de esta partida llegó luego a Almería, y don García de Villarroel, hombre mafioso y cudicioso de honra, queriéndole ganar por la mano, salió de la ciudad con setenta arcabuceros a pie y veinte y cinco hombres de a caballo, y el mesmo día miércoles bien de mañana se puso en un puerto que está un cuarto de legua de Fílix, a vista del lugar por donde de necesidad había de entrar el campo del marqués de los Vélez. Su fin era que los moros, viéndole asomar, entenderían ser la vanguardia del campo y huirían, y podría robarle antes que el Marqués llegase; mas no le sucedió como pensaba, porque siendo descubierto, los moros se pusieron en arma; y dejando el lugar atrás, tocando sus atabales y jabecas, salieron a esperarlos puestos en escuadrón con dos manguillas de escopeteros delante. Primero enviaron cincuenta hombres sueltos a reconocer, y tras de ellos otros quinientos a que tomasen un cerro alto, que está a caballero del puerto; y para que se entendiese que tenían mucho número de gente, hicieron otro escuadrón de muchachos y mujeres cubiertas con las capas, sombreros y caperuzas de los hombres, y puestos al pie del sitio antiguo de un castillejo que allí había. 




Viendo pues don García de Villarroel tan gran número de gente como desde lejos parecía y la orden con que habían salido, cosa nueva para los de aquella tierra, entendió que debía de haber turcos o moros berberiscos entre ellos; y teniendo su juego por desentablado, volvió hacia donde iba nuestro campo, por ser aquel el camino más seguro para su retirada. No tardó mucho de verse con el marqués de los Vélez, y dándole cuenta de lo que pasaba, le preguntó si entendía que osarían aguardar los enemigos; y diciéndole que creía que sí, porque tenía aviso que estaba allí el Futey y el Tezi, y Puerto Carrera el de Gérgal, con más de tres mil hombres de pelea, y que tenían el lugar barreado y puesto en defensa, le pidió cincuenta soldados de los que llevaba, hombres sueltos y pláticos en la tierra; y dándoselos, se volvió aquella noche a la ciudad de Almería, y el marqués de los Vélez prosiguió su camino con los escuadrones muy bien ordenados, mil tiradores delante, la mayor parte dellos arcabuceros, y él con toda la caballería a un lado. Los moros, que ya se habían vuelto a meter en el lugar, entendiendo que eran los que habían visto retirar, tornaron a salir fuera, y por la mesma orden que la otra vez aguardaron en medio del camino; y llegando la vanguardia a tiro de arcabuz de la suya, se comenzó una pelea harto más reñida y porfiada de lo que se pudiera pensar, porque los moros se animaban y hacían todo su posible; aunque al fin, cuando entendieron que peleaban contra el campo del marqués de los Vélez, a quien los moros de aquella tierra solían llamar Ibiliz Arraez el Hadid, que quiere decir diablo cabeza de hierro, perdieron esperanza de vitoria. Estando pues [237] la escaramuza trabada, nuestra caballería cargó por un lado, y haciendo perder el sitio a los enemigos, que era asaz fuerte, los llevó retirando hasta las casas del lugar. Allí se tornaron a rehacer y pelearon un rato; y siendo arrancados segunda vez, los fue la infantería siguiendo por la sierra arriba, que está a la parte alta, hasta encaramarlos en la cumbre, donde había buena cantidad de piedras crecidas, que naturaleza puso a manera de reducto; en las cuales hicieron rostro y comenzaron a pelear de nuevo, mostrando hacer poco caso del ímpetu de la infantería, por verse libres de los caballos; mas los arcabuceros, que fueron de mucho efeto este día, les entraron valerosamente, y matando muchos dellos, los desbarataron y pusieron en huida. Los que cayeron hacia donde estaban los caballos murieron todos, y los que tomaron lo alto de la sierra se libraron.




Quedaron muertos en los tres recuentros y en el alcance más de setecientos moros, y entre ellos algunas mujeres que pelearon como animosos varones hasta llegar a herir con las almaradas en las barrigas de los caballos; y otras, faltándoles piedras que poder tirar, tomaban puñados de tierra del suelo y los arrojaban a los ojos de los cristianos para cegarlos y que llegasen a perder la vida y la vista juntamente. Murieron peleando el Tezi y Futey, y fue preso un hijo de Puerto Carrero con dos hermanas doncellas y mucha cantidad de mujeres. De los cristianos murieron algunos, y hubo más de cincuenta heridos. Ganose un rico despojo de bagajes cargados de ropa y de seda y mucho oro y aljófar, con que los soldados fueron satisfechos de la vitoria; aunque su demasiada ganancia fue dañosa, porque con deseo de ponerla en cobro, dejaron muchos las banderas y se volvieron a sus casas. Desto se quejaba después el marqués de los Vélez, diciendo que al tiempo que más los había menester le habían llamado, y que por esta causa se había detenido en Fílix, proveyendo no se le fuesen los que quedaban. Estando en este alojamiento le llegó la gente de Murcia, que hasta entonces no se la había querido enviar el licenciado Artiaga, juez de residencia de aquella ciudad, sin que su majestad se lo mandase. Vinieron tres regidores por capitanes, don Juan Pacheco con un estandarte de cincuenta caballos, y Alonso Gualtero y Nofre de Quirós con dos compañías de docientos y cincuenta arcabuceros y ballesteros cada una. Llegaron también don Pedro Fajardo, hijo de don Alonso Fajardo, señor de Polope, y don Diego de Quesada, que después de la rota de Tablate estaba en desgracia del marqués de Mondéjar, con ochenta soldados arcabuceros y veinte caballos aventureros que traían de Granada; con los cuales atravesaron el río de Aguas Blancas, y por el marquesado del Cenete y el Boloduí fueron a dar a Fílix, donde los dejaremos agora para volver al otro campo, que está en Juviles.


Historia de la rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada.
Luis de Mármoy y Carvajal.


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